lunes, 19 de marzo de 2018

RASTROS DEL INCONSCIENTE MUNDIALISTA 1990

Maradona se sintió burlado por la FIFA
Rafael Lastra Veracierto

“Drama hermano, drama”, me dijo en su habitual tono jocoso Vicente Cinque, al momento de solicitar un legajo en el pasillo de Ingeniería de la UCV.
Aunque daba la vida por el béisbol y se desempeñaba como lanzador de la selección de nuestra Alma Mater, Vicente, como buen hijo de inmigrantes italianos, tenía la mirada fija en el Mundial de 1990.
Estudiantes de periodismo y apasionados por el balompié en esa época, no imaginábamos que el epílogo del certamen se iba a registrar en esa tarde del 3 de junio, cuando en el estadio San Paolo de Nápoles, la Azurra sucumbió al hechizo de Diego Armando Maradona y Claudio Paul Caniggia.
“Oh oh”, comentó Vicente cuando observó a través de la pantalla de TV que Caniggia cabeceó hacia atrás ante la mala salida del portero Walter Zenga, quien se ufanaba de una valla invicta.
 Se concretaba el empate a un gol, que condujo a una prórroga aburrida y a una definición de penales que ratificó la facultad adivinatoria de Sergio Goycochea.
Ese día, en un hecho auténticamente sociológico, buena parte de la ciudad de Nápoles miró con complacencia el éxito de quien lideró los históricos scudettos de 1987 y 1990, para reivindicar a esa Italia invisible, la del sur, que casi siempre resignaba sus ilusiones al poderío del norte: Juventus, Inter, Milán, Lazio o Roma.
“Ahora que juegan aquí si los consideran italianos y ¿mañana qué?”, ironizó El Pelusa en una clara intención de dividir –como efectivamente lo logró- a los corazones napolitanos.

¿Robertino suramericano?
Ese Mundial fue otorgado por la FIFA para el tetracampeonato de Italia, que tenía en Roberto Baggio, al as de la gloria universal. Respeto a quienes califican a Francesco Totti y Andrea Pirlo como los más grandes de la Nazionale, seguramente influidos por el hecho de que ambos alcanzaron el título en Alemania 2006.
Quien comparte esto con ustedes, desde aquel momento en 1990 y en perspectiva de comparación dentro de las selecciones italianas, no ha apreciado la calidad del 10, de caudillo irreverente y fantástico con la pelota, como la de Baggio.
Del Piero y Bruno Conti tuvieron aproximaciones a ese nivel técnico. Más el primero que el segundo. En realidad, los tres nunca encajaron en el prototipo de los clásicos jugadores italianos.
Con esa proyección, Robertino no pudo evitar aquella humillación en Nápoles. Tampoco otros connotados valores como Toto Schillaci (torpe y tosco, pero goleador del evento), Paolo Maldini, Franco Baresi, Carlo Ancelotti y Roberto Donadoni.
Argentina, que hubo de trastabillar en la apertura 0-1 ante Camerún, frustró la pretensión italiana. Y es cierto que no enseñó un fútbol de altos kilates. Bilardo, su pragmático DT, insistía en el balance táctico, el ingenio del chico de Villa Fiorito y la inspiración de Goyco, el segundo guardameta de su nómina que le tocó sustituir a Nery Pumpido, lesionado en el compromiso versus la URSS.
Por esa senda de marcadores estrechos y la fortuna de los penales, el vigente campeón universal avanzó hasta reeditar la final de cuatro años atrás. Otra vez contra Alemania.
Aquellos lauros de esa selección argentina siempre encontraron el cuestionamiento de la prensa internacional. Nadie olvidaba que con ese juego no pocas veces anodino eliminó a Brasil en octavos, en Turín: Maradona, en otra de sus genialidades, atrajo la marca de los zagueros brasileros y habilitó la esférica a Caniggia, quien en solitario burló a Claudio Taffarel para la sentencia definitiva.
En esa oportunidad, ya comprendía más de la dinámica de este deporte. Brasil le dio “un chocolate” a Argentina. Estrelló tres balones en la madera y hasta obligó al propio Maradona a defender desde su comarca.
No obstante, de nada le sirvió a Sebastiao Lazaroni ese planteamiento del 5-3-2 para que “Brasil se preocupara más en defensa”. En el fútbol, inexorablemente, hay que marcar más goles que el adversario para ganar.
Un problema semejante confrontó la Yugoslavia de Dragan Stojkovic y Robert Prosinecki en cuartos. Y nuevamente Argentina, a pesar del fallo de su baluarte, se impuso desde el punto máximo de castigo.
“Bueno, son cosas que ocurren en el fútbol”, me respondió sonrojado el adiestrador Miljan Miljanic, quien dirigió a Yugoslavia en los mundiales de 1974 y 1982, y entrevisté para el diario Meridiano en 1994 en la isla de Margarita, donde asistió como instructor FIFA de un grupo de técnicos venezolanos, entre los que despuntaba César Farías.

Rigurosa equivocación
Tras el performance ante Italia, más que un efecto colateral supuso para Bilardo la inhabilitación del socio de Maradona para enfrentar a Alemania. Debió recurrir a un intrascendente Gustavo Dezotti.
Por su parte, el cuadro germano, bajo la guía de Beckenbauer, apartó las piedras del camino sin mayores sobresaltos. Lothar Mathaeus ya era una referencia indiscutida junto a un emergente artillero: Jurgen Klinsmann.
Pero, contra todo pronóstico y soportando la rechifla permanente del Olímpico de Roma, el equipo suramericano equiparó fuerzas, sufrió la expulsión de dos de sus hombres y en el minuto 85, una jugada dudosa al extremo del área, fue considerada como penal por el juez mexicano Edgardo Codesal.
Por supuesto que tuve dudas en ese instante, aún con las sucesivas repeticiones de Venevisión. Posteriormente, mediante Youtube, he podido mantener la certeza: Roberto Sensini no cometió falta sobre Rudi Voeller.
Al margen de los alegatos sociopolíticos que indican que aquello era el inicio de “la conspiración transnacional contra Maradona”, la ejecución de Andreas Brehme estuvo distante del estirón de Goyco. “No, no fue penal”, confesó años después el propio autor de la diana al diario El País de Madrid.
En medio del llanto inconsolable de Maradona y su negativa a extenderle la mano al presidente de la FIFA, el brasilero Joao Havelange, fue evidente que la celebración teutona tenía un aire de sigilo. Me quedé con la impresión de que el rostro de Beckenbauer auscultaba su corazón infeliz. Alemania fue más, pero no debió vencer desde la ficción de un penalti.
“No, no, así no: eso fue un robo”, recuerdo que me comentó mi padre, Eutimio Lastra Rivas, zaguero destacado en el equipo de Ingeniería de la UCV entre 1958 y 1960.

“¿Usted no ve que me aman?”
En esa copa orbital, alejada del espectáculo de goles y con una canción oficial muy linda, Camerún no se conformó con arruinar el inicio de Argentina. Llegó a cuartos de final, instancia que también alcanzó para el continente negro Senegal en 2002 y Ghana en 2010.
En aquel partido ante Inglaterra estuvieron adelante en el tanteador y quizás el planeta entero hinchó por el noble esfuerzo. Sin embargo, la realidad terminó por favorecer a David Platt (le había anotado un golazo de volea al belga Preudhomme en octavos), Gary Linaker y Paul Gascoine, quienes recibieron, además, “el favorcito” de Codesal: dos penales para voltear la tortilla.
Esa alegría de “los leones indomables” sepultó la esperanza de Colombia, que no iba al Mundial desde Chile 1962, donde se labró la epopeya del gol olímpico de Marcos Coll.
En el correspondiente match, Roger Milla, de 38 años de edad, aprovechó una mala entrega del cancerbero René Higuita y puso el 2-1 decisivo en el tiempo extra, con bailecito latino incluido en el banderín de corner.
“¿Usted no ve que la gente me ama en Colombia? Vaya y pregunte por mí”, así me respondió Higuita, cuando lo abordé en torno a ese asunto en el estadio Brígido Iriarte de Caracas, cuando disputaba la Copa Libertadores de América en 1992 con el Nacional de Medellín de sus amores.
Muchos creímos que esa Colombia de PachoMaturana, del toque corto, las paredes de ensueño del Pibe Valderrama y el emocionante gol de Freddy Rincón contra Alemania (1-1), estaba para más.
En la próxima entrega, devolveremos a las retinas las imágenes televisivas del Mundial de Estados Unidos 1994, con el rockero Alexi Lalas y su selección buscando torcer la historia un 4 de julio; la inesperada eliminación de los alemanes, la insurgencia de Hagi en Rumania y Stoichkov en Bulgaria, así como el naufragio de Baggio para sellar el tetra del Brasil de Romario y Bebeto.

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