La cancha de fútbol del San Vicente de Paúl |
RAFAEL LASTRA VERACIERTO
El asfalto hirviente de la cancha de fútbol
atestiguaba el silencio colectivo. El 1-4 del primer tiempo parecía suficiente
castigo para los muchachos de la selección del Colegio San Vicente de Paúl.
Solo aguardaban expectantes por la palabra de Chicho. Todavía nadie me explica
porqué le llamaban así al profesor de Educación Física.
Piel morena, más de 1,95 de altura, ojos entristecidos y contextura delgada, Chicho caminó alrededor de sus dirigidos, cabizbajos y
ahogados en llanto. Los miró como de costumbre: no era un tipo de carantoñas. Y
habló con voz retadora:
-¿Ahora qué? ¿Tienen miedo? Ahí está su gente, los
está viendo y ustedes ¿se van a dejar humillar? No, ¡eso no!
-No, profe, no nos vamos a dejar joder –replicó
Eleazar Malavé, el atacante que había logrado el único gol de la casa.
-Así es, vamos a buscar el partido; a entregarnos
todos, que nos maten ahí –afirmó Chicho, señalando con su dedo índice derecho
el escenario del encuentro amistoso.
Más allá de arengas y deseos, la selección del 5º Año
del San Vicente de Paúl debía darle vuelta al partido. Jugar a la antítesis de
lo precedente. Porque en la etapa inicial, el mayor despliegue técnico y
atlético del equipo del Licenciado Aranda, marcó la pauta. Demasiado como para
imaginar la remontada.
El presagio de que todo terminara en una humillación,
suscitaba el temor de los propios seguidores sanvicencianos. Hasta el director
del plantel, Cayetano Prieto, aficionado al balompié desde su natal Reino de
España, deslizó sus dudas entre “los curas paules”. Y desde el cielo, hasta el
mismísimo San Vicente de Paúl veía todo complicado.
Y no era para menos: 5 de los 11 integrantes de la
escuadra del Licenciado Aranda venían de disputar con la selección Vinotinto,
el campeonato suramericano juvenil de Paraguay.
Que un equipo de fútbol de uno de los liceos más
populares de la región tuviera entre sus filas a cinco miembros del combinado
nacional, no dejaba de suponer un gran desafío para los jóvenes del San Vicente
que habían confeccionado una de las selecciones colegiales de mayor reputación
en el Departamento Vargas.
Chaco varguense
Gonzalo Mayora, el capitán Vinotinto y del Licenciado
Aranda, sabía que enfrentar al San Vicente de Paúl no se iba a equiparar nunca
con el debut del evento en Asunción de Paraguay, donde un estruendo de vítores
le paralizó el corazón por unos segundos. Aquel 9 de enero de 1985, más de 40
mil hinchas en el estadio Defensores
del Chaco esperaban
por una goleada de su selección guaraní. “Nos gritaban de todo, que comiéramos
arepas con petróleo, que fuéramos a jugar béisbol y les trajéramos a las mises.
Nos ganaron 6-0”, recordó años después Mayora, oriundo de un pueblo costero del
hoy estado Vargas.
Además de Mayora, estaban en la selección de
Venezuela, los también varguenses Elio Vivarini, Manuel “Cebolla” Borges, Ramón Aguilera y Carlos Rojas.
“Rojas leía muy bien los capítulos de las novelas. Estudiaba cuarto año en la
mención de Refrigeración y Aire Acondicionado”, comentó su profesora de
Castellano, Nancy Veracierto, quien por estos días se encuentra jubilada.
Pero, no solo Rojas anotó tres de los cuatro goles,
con su zurda de mago. El guardameta Alberto Sanzonetti, apodado “Samba Loca”, conocía al detalle la
cancha y al grupo por haber estudiado en el Colegio San Vicente de Paúl hasta
el año escolar anterior.
Con la zurra de 1-4, aumentaba la mofa de quienes
estábamos en la barra del Licenciado Aranda. Con vivas y aplausos,
disfrutábamos la gelidez de nuestra venganza sobre “esos sifrinos del San
Vicente”.
En esta oportunidad, no hubo que recurrir a
“infiltrados” para fastidiarles la paciencia con una tanda de huevos y bombas
de agua en los días próximos a cada carnaval. Por primera vez, en un campo de
fútbol -en el suyo para más señas-, les enseñamos lo que teníamos en las
alforjas. Por primera vez, les mostramos que no éramos unos simples “negros y
pobretones”. Por primera vez, la muralla de cemento que separaba a ambas
instituciones educativas, se había derribado hasta de las conciencias más
decrépitas.
Olvidar al maestro
El director técnico de la Vinotinto juvenil de 1985
era Iván “Tiburón” García, un hombre apacible, cristiano
y respetuoso del recurso humano. Fue goleador en los clubes Estudiantes y
Universidad de Los Andes, en Mérida, lejos de la brizna caribeña que lo cobijó
a su nacimiento, en el Departamento Vargas. Se le recuerda por un gol de cabeza
que le dio el triunfo 2-1 a Venezuela sobre Colombia en el estadio Olímpico de
la Universidad Central de Venezuela, en 1972.
García sintió afinidad por sus paisanos Mayora,
Vivarini, Rojas, Borges y Aguilera. Todos participaron en el citado torneo
subcontinental de 1985, cuando se perdiera también con Uruguay (0-3) y Ecuador
(0-2), además de empatar ante Perú (1-1).
Pero, lo que estos discípulos olvidaron de su DT, fue
su consejo de no menospreciar al oponente. Creyeron que lo del Ave Fénix, era
una leyenda remota.
Los jugadores del San Vicente de Paúl, espoleados por
Chicho, sus partidarios, y porqué no, con la anuencia providencial, derrocharon
el amor de los que no se rinden, de los que luchan honesta e íntegramente hasta
establecer el 3-4 en la pizarra. Con la reacción, ellos y nosotros nos dijimos
hasta del mal de morirse. Vainas de muchachos.
El sol que lamía los techos de zinc de los ranchos
circunvecinos y la tensa calma que se vivía en el rectángulo de juego, se
manifestaron en una simbiosis inextricable: la analgesia pluviométrica.
“Vamos por el empate, vamos que se puede”, insistió
Chicho, sin inmutarse por las primeras gotas de lluvia. Entre los adherentes al
Licenciado Aranda, cundió la angustia por los minutos de reposición que
derivarían en una igualdad de infarto.
“Déjame a mí”, le gritó Eleazar Malavé a su compañero,
Eduardo Morelly. Tenía el último aliento en el tórax. Dos pasos atrás y un
disparo del balón en parábola perfecta. Golazo. 4-4 y la celebración con
Chicho. No podía ser de otra manera. Él había sido el artífice de la épica del
chico convertido en grande.
Grande color Vinotinto.
Fui testigo de excepción de este partido, que se selló con un armisticio y una bronca inaguantable. Valió la pena vivirlo para contarlo, como dice el maestro García Màrquez
ResponderEliminarFantástico relato. Saludos, Rafael!
ResponderEliminarQue bonito y lindos recuerdos de nuestra juventud Vicentina.
ResponderEliminarGracias por refrescarnos esos momentos.